Por un camino ya opacado por el
polvo que levantan Ias carretas a su paso, iba Mauricio
junto a su padre en una de esas carretas estropeadas, tirada por un caballo
viejo y flaco, así como Rocinante el maravilloso corcel de Don Quijote de Ia
Mancha, del que seguramente han oído ustedes mil historias. Pues si sobre Ia
carreta junto a Ias pocas cosas que poseían, estaban el cuerpo de Ia mama de
Mauricio, débil, casi inconsciente.
El paso de Ia carreta era lento y el silencio
entre el niño y su padre se hacía cada vez mayor, habían tenido que abandonar
Ia aldea, Ia enfermedad de su madre no les había permitido trabajar Io
suficiente para pagar Ias deudas, no tenían ni para comprar Ias medicinas y
aunque Mauricio ayudaba en todo Io que podía, era muy pequeño aún para el
trabajo fuerte. El niño avanzaba con Ia mirada fija en Ia tierra y los labios
muy apretados cuando de pronto divisaron algo extraño entre Ia espesa hierba,
Mauricio achicó sus ojos para poder ver
mejor, era el cuerpo de algún animal. Tiro de Ias riendas con mucha
fuerza y se lanzó hacía ei suelo aún sin haber detenido su paso el caballo. Su
padre Io siguió con Ia vista, cuando escuchó Ia voz sorprendida de su hijo que
Io llamaba. El padre se acercó y pudo ver un hermoso potro, blanquísimo, y en
contraste, Ia crin y Ia cola eran como azabaches, espesas y ensortijadas, era
un potro hermosísimo que estaba herido.
Por un momento se
quedaron quietos mirando al joven potro que los observaba y sin pensarlo mucho Io llevaron con ellos.
Comenzaron
de nuevo su viaje y encontraron a unos kilómetros una vieja casa abandonada,
allí decidieron pasar algunos días. Su padre le decía que en unos días iría al pueblo a
buscar algún trabajo.
Entre
todas Ias cosas por hacer Mauricio nunca dejó de atender al potro, curo sus
heridas y aunque se sintiera muy cansado, le llevaba todos los días un gran
manojo de hierbas. En Ia noche pasaba largo rato contándole sus sueños al
magnífico animal, le contaba que le gustaría ver a su madre curada y que su padre
consiguiera trabajo. Así era cada día, cada noche, el potro ya se veía trotar, este lucía muy hermoso
con su pelaje al viento.
Una noche
Mauricio llegó muy triste hasta el potrero, le contó que había visto a su padre
llorar junto a su madre pues no había conseguido trabajo, y que tendrían que reanudar el viaje
en busca de otro pueblo. De pronto resplandeció
una luz, miro al potro y descubrió que de Ia frente de su caballo había brotado un cuerno plateado, era un
unicornio, el niño asombrado Io abrazó y se despidió de él.
A Ia mañana siguiente el olor a panecillos horneados y el canto de su
madre Io despertaron, corrió hacia Ia cocina y allí estaba ella, sonriente, con
su mandil blanco como antes de enfermar, miro hacia afuera y pudo ver a su
padre como recogía el fruto de una hermosa cosecha que luego iría a vender, su casa
era acogedora y al frente tenía un hermoso jardín donde paseaban abejas y mariposas y algún que otro
grillo.
Mauricio
corrió al establo, del potro no estaba!, no entendía por qué este se había
marchado, de pronto sintió Ia brisa golpear suavemente su cara y alborotar
su pelo, fue ahí que le llegó el olor del potro mezclado con Ia hierba fresca,
los ojos del niño se cubrieron de lágrimas, miro al horizonte, alzó su pequeña
mano y dijo adiós al potro que le había hecho realidad sus sueños.
Miguel Garcia Robles
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